¿Y cómo salimos? – Reportajes diario El Mercurio

Juan Carlos Eiccholz
Reportaje para El Mercurio

Si alguien le ofrece una respuesta conclusiva a la pregunta de este título, que con creciente angustia se hacen más y más personas, desconfíe. Sí, porque no existen soluciones claras para desafíos tan complejos como los que hoy estamos viviendo. Por lo mismo, no hay que preguntarse cómo salimos, sino cómo transitamos; no hay que enfocarse en el resultado, sino en el proceso; no hay que actuar con desesperación, sino con paciencia; y no hay que hablar tanto, sino escuchar más.

Estamos enfrentados a un punto de inflexión, a una transición social, a uno de esos quiebres que de tiempo en tiempo ponen a prueba a los países —y a las organizaciones y a las familias también—, y de los cuales o se sale fortalecido o se transforman en pantanos que terminan absorbiendo todas las energías y debilitando. Alemania salió fortalecida de la transición que tuvo que afrontar después de la Segunda Guerra, lo mismo que Estados Unidos con los derechos civiles en los años ’60, o Sudáfrica con el término del apartheid en los ’90, o nosotros mismos, en Chile, con el retorno de la democracia en el inicio de esa misma década.

No ha sido el caso, sin embargo, ni de Argentina ni de Venezuela, que por décadas han estado atrapados en divisiones internas, que se hacen cada vez más viscerales, impidiéndoles progresar. Hablamos de los dos países latinoamericanos que más cerca estuvieron de ser desarrollados, como Chile lo está hoy. Y hasta el momento, vale la pena notarlo, ninguno lo ha logrado.

Un conflicto de valores

Sabido es que los seres humanos terminamos destacando sobre las demás especies por nuestra capacidad de cooperar unos con otros a nivel masivo, entre desconocidos. Ello se hizo posible por el desarrollo de la conciencia y del lenguaje, que nos permitieron construir relatos que nos hicieron sentir parte de algo más grande —una nación, una causa, un credo—, compartiendo valores con quienes, sin conocernos, nos sentimos identificados.

Esa misma capacidad para cooperar, cuando ha sido alta, explica el progreso de países y organizaciones, y también su estancamiento, cuando ha sido baja. Visto así, Chile progresó del modo en que lo hizo durante la década del ’90 gracias a un muy alto nivel de cooperación, que supuso priorizar con generosidad el bienestar del país por sobre los intereses partidistas o de clase. Pero salta a la vista que eso se fue diluyendo con el tiempo. ¿Por qué?

Sentirse identificado y querer cooperar con otros que percibimos como distintos solo es posible cuando compartimos un conjunto de valores, haciendo emerger un ‘nosotros’. Y en los ’90 fue eso exactamente lo que ocurrió. Libre mercado, competencia, esfuerzo individual, orden, meritocracia, logro, institucionalidad, eficiencia y protección fueron valores proclamados por la gran mayoría de los ciudadanos y sus representantes. El efecto visible de este consenso implícito fue el que las personas estuvieron dispuestas a poner lo máximo de sí, buscando progresar, cada una desde lo suyo. Así, los políticos se esmeraron en buscar acuerdos y legislar, los empresarios en invertir, los trabajadores en producir, los estudiantes en aprender, los funcionarios públicos en servir.

Si estas actitudes socialmente virtuosas han ido desdibujándose en los últimos años es precisamente por la paulatina pérdida de ese consenso valórico. De hecho, cada vez se fue asomando más un conflicto de valores que hoy ya está instalado en el país, que hace que nos sintamos menos identificados unos con otros y disminuya, por tanto, ese afán de cooperación. Y para qué decir en aquellos que se sienten francamente excluidos.

Producto de su propia experiencia vital, para muchos chilenos dejó de ser cierto que el esfuerzo individual, la meritocracia y la competencia fueran valores que les permitirían surgir. El resultado de haberse endeudado para cursar educación superior, de haber cotizado en el sistema privado de pensiones o de haber pagado un seguro de salud, simplemente no fue el esperado. ¿Por qué entonces seguir creyendo en esos valores, que al final parecían solo haber beneficiado a los mismos de siempre? En lugar de eso, mejor sería creer —o volver a creer— en la igualdad, el comunitarismo, la solidaridad, la gratuidad, la no discriminación o la dignidad personal.

La responsabilidad de la élite

Es esta cada vez más profunda y peligrosa división de valores que experimenta la sociedad chilena la que debemos enfrentar. Y no va a bastar con algunas medidas específicas para responder al desafío. Si llegamos al punto crítico en que hoy nos encontramos es por la sordera de una buena parte de la élite del país, empresarial y política, de izquierda y derecha, que, aferrada a sus dogmas o privilegiando sus necesidades, dejó transcurrir más de una década de malestar social creciente sin acordar un diagnóstico y trabajar colaborativamente, desde la diferencia, para enfrentarlo.

Pero así como haber llegado a este punto es responsabilidad de la élite, transitar para progresar y no quedarnos empantanados también lo es. Solo que se requiere una nueva mirada, o tal vez una nueva élite. Aunque existe una desconfianza enorme hacia las jerarquías y el poder, las sociedades no pueden organizarse en ausencia de ellos, y parte del dilema es cómo se reconvierte o surge una élite que se gane la confianza de la ciudadanía, muy poco de lo cual se ha visto en los últimos meses.

Si la sociedad va a trabajar sus diferencias valóricas, necesita una élite que conduzca y vaya modelando el proceso. Las figuras presidenciales de Johnson, Adenauer, Mandela y Aylwin son las caras más visibles de esas élites que, consensuando valores y cooperando, supieron liderar transiciones internas complejas en momentos críticos de la historia de Estados Unidos, Alemania, Sudáfrica y Chile. La ausencia de esa mirada amplia y de país en sus élites es la que tiene a Argentina y a Venezuela atrapados en conflictos valóricos profundos que se arrastran por décadas, y que llevan a cada uno a priorizar sus propios intereses de corto plazo.

La Constitución como proceso

Es razonable sentir temor por el resultado de un eventual proceso constituyente. Nadie puede asegurar cuál terminaría siendo el contenido de una nueva Constitución, y es fácil poder vislumbrar pérdidas frente al cambio de ciertas normas. Son los miedos naturales que nos trae la incertidumbre; es el temor a lo desconocido.

Más difícil puede ser vislumbrar los beneficios del proceso de discusión y diálogo social para llegar a una nueva Constitución. Si lo que estamos enfrentando es un conflicto de valores y si lo que está en juego es el sentido de pertenencia y la disposición a cooperar, el proceso constituyente se transforma en una oportunidad necesaria para canalizar y trabajar nuestras diferencias. Más aun, si la tensión social se fue acumulando por tantos años, hasta hacer estallar la olla, hoy la única mesa que queda disponible para sentarnos a dialogar es la constitucional.

Es cierto que el proceso requiere ser bien conducido, y ahí está la responsabilidad de la élite. Es cierto que es de resultado desconocido, y ahí está el valor de construir desde el pasado, entre todos, poniendo la vista en los desafíos del futuro. Y es cierto que una nueva Constitución no resuelve por sí misma los problemas, y ahí está la clave de entender que el desafío es mucho más profundo que solucionar problemas y que consiste en evolucionar hacia un nuevo estado de desarrollo.

¿Y la violencia?

Por último, una breve reflexión acerca de este fenómeno de violencia que, justificadamente, nos desajusta e intranquiliza, pero que, por lo mismo, nos lleva a equívocos.

Aquí es necesario distinguir. La violencia delictual, crecientemente asociada al Narcotráfico, es un problema de orden público que pone a prueba a nuestro sistema policial y judicial, que se ha visto ineficaz y requiere mejoras. La violencia política, representada en los encapuchados, es un problema político, no de orden público, y no se aplacará con represión. Aquí se requiere un trabajo de inteligencia para prevenir y desarticular, pero sobre todo acuerdos sociales que la dejen sin respaldo ciudadano.

Se vuelve así, una vez más, a reafirmar la importancia del proceso constituyente, entendiendo que estamos enfrentados a una transición social, con valores en conflicto que debemos integrar, y para lo cual, a esta altura, no hay salidas ni rápidas ni seguras.

«Producto de su propia experiencia vital, para muchos chilenos dejó de ser cierto que el esfuerzo individual, la meritocracia y la competencia fueran valores que les permitirían surgir»