El hartazgo de la clase media – Diario El Mercurio

Ignacio Martin
Consultor asociado CLA Consulting

Muchos son los análisis sobre lo que está sucediendo en Chile. En general con un foco esencialmente local. Pero basta con levantar un poco la mirada para darse cuenta de que son muchos más los países que están revueltos. Los chalecos amarillos, el independentismo catalán, el Brexit, entre otros. ¿Hay alguna tendencia global que pueda darnos luces sobre los acontecimientos vividos estas semanas en Chile?

Lo primero sería definir la causa de tanto revuelo. Más allá de las complejidades específicas de cada situación, en todos estos conflictos vemos un hartazgo de las clases medias. Muchas de sus expectativas, las que les han hecho trabajar, esforzarse, endeudarse y les han permitido soñar con un futuro mejor o al menos digno, se han visto frustradas. La crisis de las subprime afectó especialmente a la clase media y media-baja de los países occidentales que vieron como su nivel de vida caía ostensiblemente. Desgraciadamente tras una década todavía no se han podido recuperar. Los recortes y sacrificios de los trabajadores, no han servido para devolverle a esta parte de la población lo que perdieron. Lo que perciben es que se ha acrecentado la desigualdad con las clases más adineradas y se ha roto la promesa del progreso social. Pero lo peor es que no hay expectativas de que esto cambie. La economía crece, pero los ingresos de las familias no. Incluso aumenta el PIB sin que aumente el trabajo. Además ya hay voces que alarman sobre la llegada de la próxima crisis si se mantiene la guerra comercial entre USA y China. En definitiva hoy en día tenemos unas clases trabajadoras que sienten que se han sacrificado, se han endeudado, han trabajado duro y el resultado ha sido una pérdida de poder adquisitivo y de seguridad en el futuro. Es la primera generación preocupada porque sus hijos no puedan disfrutar del nivel de vida que ellos tuvieron, y la primera generación que siente que va a vivir peor que sus padres.

Esa frustración y desesperanza debería ser canalizada por cauces institucionales, pero desgraciadamente esas instituciones se han desprestigiado ostensiblemente. Los casos de corrupción y abusos afectan a los partidos políticos, los organismos estatales, a las iglesias, los cuerpos de seguridad, los sindicatos y a los empresarios. Nadie se ha salvado en estos años del descrédito y esto ha supuesto una profunda crisis de desconfianza frente a las élites de todo tipo. ¿Entonces qué puede hacer la ciudadanía para cambiar la situación? Pues buscar alternativas.

Y ahora mismo se vislumbra una tendencia a usar dos alternativas genéricas, cada una marcada por particularidades locales. Por un lado están los países en los que la población parece confiar en un populismo de derecha, personalizado en un líder carismático, que culpa a otros de todos sus males. Trump y Salvini culpando a los inmigrantes, Boris Johnson y Viktor Orban culpando a la burocracia europea, y Puigdememont y Torra acusando a España de robarles, Bolsonaro y Duterte persiguiendo a la delincuentes y narcotraficantes. Y por otro lado, donde hay menos opciones para acusar a un ente externo de la situación, aparecen los movimientos asamblearios de izquierda que culpan a la élite local: Juntas Podemos en España, el Frente Amplio en Chile, el Movimiento 5 Estrellas en Italia, etc.. Incluso hay países como Francia donde tienen a Marine Le Pen y a los Chalecos Amarillos al mismo tiempo.

¿Cuál es el problema? Que la historia ya ha demostrado que ninguna de estas dos vías genera progreso, sino más bien todo lo contrario. Son recetas para el desastre colectivo. El populismo nacionalista de derecha generó guerras, abusos sistemáticos, exiliados y desaparecidos, y en general acabo con países destruidos. Los movimientos asamblearios de izquierda, convencidos de que la votación directa es la única vía democrática, acabaron generando guerrillas, idolatrando a manipuladores populistas o en manos de ácratas anti-sistema. Nada nuevo. Todo esto ya lo vivimos a principios del siglo pasado, pero desgraciadamente parece que lo hemos olvidado.

Así que mientras las élites acomodadas están tranquilas, ajenos a la urgencia del momento y las necesidades de la clase media, y convencidas de que el modelo democrático-liberal y el libre mercado resolverá la situación con un poco de paciencia, los indignados y desesperanzados optan por soluciones del pasado que sólo que generarán violencia y posiblemente estados totalitarios.

¿Cuál es la solución? Primero aceptar que el sistema democrático-liberal actual ha entrado en crisis y está defraudando cada vez a más personas. Por eso hay que revisarlo profundamente, sin olvidar que es un modelo que ha generado mucha riqueza, estabilidad política y paz, pero sabiendo que los tiempos, las sociedades y la tecnología han cambiado profundamente muchas de las premisas que lo sostenían. Para hacerlo hace falta una apertura real al diálogo, con espíritu curioso, empático, creativo e innovador. Hay que poner en duda muchos de nuestros supuestos fundamentales tanto en política como en economía y atrevernos a pensar en cambios y adaptaciones que sirvan a toda la población. Para ello hay que escuchar empatizando con las distintas posturas y perspectivas y no encerrados en la torre de marfil. Hay que revisar colectiva y críticamente lo que nos sirvió para llegar hasta el presente, manteniendo lo que siga funcionando, que es mucho, dejando atrás lo que ya no sirva, e innovando para crear nuevas mecanismos inclusivos y esperanzadores. Pero sobre todo debemos tener cuidado de no acabar comprando recetas del pasado envueltas en un halo de modernidad y difundidas en las redes sociales por manipuladores profesionales.